Vistas de página en total

martes, 9 de octubre de 2018

PRESENTACIÓN DE TEATROFILIA

Extraordinarias exposiciones de Jorge Dubatti y Daniel Ponce.
Lectura de fgts. a cargo de integrantes de TeTeBA



                    






 A continuación se adjunta la ponencia del Lic. Daniel Ponce:













Algunas consideraciones sobre Teatrofilia

    Cierta vez, hace muchos años, un arqueólogo, ante una pregunta que le formulé respecto de cómo clasificar una multitud de objetos, huesos y piedras, me respondió que cabían dos alternativas: la primera, hacer un inventario, un elenco de todos los objetos reunidos, y la segunda: pensar que se está delante de un universo imposible de agotar y que, por lo tanto, demanda proceder por “muestras”, tomando del conjunto aquellas piezas significativas que había que elegir al azar. Ambas opciones me parecieron insuficientes, y al requerir una solución a este problema metodológico, el arqueólogo miró al cielo y me dijo: -“ Luego de las muestras tomadas al azar –si es que tenemos un marco teórico, cosa esperable para una tarea científica, claro- , habrá que encontrar, primero, el paralelismo, la similitud entre las mismas y, luego, aquello que tengan de distintivo: lo invariable, una forma, un material, o una función asignable al objeto, que se vaya repitiendo y que configure una serie. Con el tiempo, supe que Levi-Strauss había aplicado un método similar al comparar mitos y leyendas de diferentes culturas primitivas (o salvajes) y había establecido que subyacía una invariable, una estructura (o una invariancia, quizás este concepto de la matemática sea el más adecuado). Frente a una obra multiforme como la de Manzanal, habitada por una legión de voces, recordé, ante el compromiso de tener que presentarla, aquellas palabras del arqueólogo.
      Los esquemas y las síntesis son, en general, una injusticia necesaria, una manera de resolver la pluralidad, lo torrencial, bajo una idea sencilla y que permita ser comunicada con cierta agilidad.  De manera que conseguí, luego de transcurrir una porción importante del libro, dibujar un dispositivo, digamos: una perversión, dada la magnitud de lo que resume, que reducirá, según creo,  la idea rectora de muchas de las obras. Así, en un papel, tracé un círculo que lo denominé con la letra “H”, donde se supone que iba a ubicar a un héroe trastornado por el Ideal, atravesado por la pasión de un Ideal pero que va a contramarcha del Ideal metafísico; alrededor, dibujé otro círculo mayor, que bauticé con la letra “M”, con la que nominaba una serie de tensiones que estaban en relación con “H” (el héroe) y que determinaban su contrapasso. Puedo decir que, luego de realizar tan peregrino esquema, me sentí reconfortado; era una manera de poner límite a lo ilimitado, una forma de acotar lo que sólo es abarcable a través del trabajo  de la lectura o que sólo puede presenciarse al experimentar sensaciones en un espacio escénico. Por lo tanto, debo comunicar, en pocos minutos, una carta de visita, o una misiva. Me siento como un musicólogo amateur que debe transmitir interés por una sinfonía. Entonces, volveré al esquema inicial y, finalmente, libre de toda artificialidad explicativa y de todo reduccionismo, el libro quedará, intacto, como lo que es: una máquina para soñar, de uso subjetivo.
          “H” contra “M” parecía el denominador común a una docena de obras que alcancé a leer, en momentos disímiles y, a veces, en circunstancias adversas, tan adversas que atentaban contra la comprensión cabal de lo que discursivamente se va jugando en cada página. Así, en Durante la Comedia, el héroe va contra todo, a pesar de todo, en Henry returns trata de definirse definiendo, en el Libre Atanor intenta batallar contra un medio que lo comprime y lo exilia, y en Petrus est lupus, el “H” vive las contradicciones del medio y sólo tiene la palabra para identificarse y atacar. Las obras restantes, en su mayoría, reivindican este dispositivo y expanden un sinnúmero de significados. La palabra es lo que importa en ellas, la lucha por el concepto.
             Pensé en llamar a esta presentación, luego de avanzar en la lectura, del modo siguiente: “Un griego extraviado en Boedo”, pero el título que iba a anteceder mis palabras, supuse, podía prestarse a la mofa. Ahora, hoy, creo que es muy adecuado. Mucho de lo que puede leerse en la obra de Manzanal es tan arcaico como Occidente. Intentaré probarlo, como también intentaré probar todo lo que en esta obra de veinte obras, hay de revulsivo, de crítica a ese pasado, de revisión de lo heredado.
             De la escuela platónica (o, quizás, de la pluma de Platón mismo) hemos heredado varias decenas de diálogos que intentan lo imposible, bajo el sistema del idealismo, bajo los dictados de la Idea, con mayúscula. Algunos de los diálogos son conclusivos, es decir, permiten que el receptor alcance una conclusión inducida por la deriva de las voces. El Fedón, sería un ejemplo. Sin embargo, otro grupo de diálogos son aporísticos, denominación que advierte que no concluyen en una definición del tema que motiva el debate. Por ejemplo, el Crátilo, aquel diálogo magnánimo acerca de la naturaleza de las palabras…  (deberíamos agradecer a aquellos parlanchines de la polis, entre otras cosas, que tengamos que presentar el libro de Manzanal). Muchas de las obras de Teatrofilia son aporísticas, ya que el receptor debe completar con su perplejidad lo que el autor propone y, antes que el autor, aquello que los dicentes tiran al aire para mejorar o esclarecer el concepto. El griego de Boedo, digamos también, ya no es absolutamente griego; no podría serlo. Sería tan viejo como veinticuatro siglos y, según podemos ver, es un tanto más joven. Lo cierto es que ese griego Manzanal, que bien podría haber intervenido en la diatriba del Crátilo, ya que del lenguaje se trata, es un griego que, además, pasó por el siglo XIX, sobre todo, transitó arduamente por las últimas tres décadas de ese siglo y aceptó, por ejemplo, la duplicidad del personalidad en la obra de Stevenson, presenció la muerte de Dios en Nietzsche y quemó su Biblia en la hoguera de Bakunin.  De modo que estamos ante un griego insólito, extravagante, que viene caminando desde muy atrás y que rompe con los ideales asignados, fundamentalmente, con los ideales de trascendencia, de los cuales derivan las estéticas y, sobre todo, con el concepto de Belleza. Un griego que, para arribar a Boedo, tuvo que desembarazarse de toda idea mística: la Belleza platónica, por ejemplo, y que comprobó en base al estudio de las contradicciones históricas y los trastornos sociales, que esa Belleza no estará, ya, condicionada a lo sublime ni a la armonía ni al orden. Una Belleza que no garantizará el bienestar, ni el bien pensar y que tampoco tiende al Bien como fin último. La impronta del hacer filosófico griego quedó en el autor en lo esencial del método: la dialéctica. Finalmente, al arribar a las tres últimas décadas del siglo XIX, luego de una verdadera Odisea, se anotició de que estaba delante de un estuario, donde los ríos que confluyen, arrastrando el lodo de tantas generaciones, desembocan en la Nada. El “H” (el héroe) de sus tribulaciones quedó huérfano de coordenadas, ya no será la Idea quien lo ampare, ni Dios, ni el orden moral de la sociedad. El reformismo progresivo de las costumbres no será su preocupación, ni habrá garantías para que todo mejore sin convulsiones. Así, si el autor fuese curador de un museo, reemplazaría El Cristo yacente de Mantegna por El Grito de Munch. Al sujeto le quedan el azoramiento, la desesperación, la negación del Mito. Es un homúnculo macrocéfalo que grita en un puente que parece disolverse en la bruma. Está en primer plano, escapado de la caverna platónica y nos grita en la cara; detrás, algunas sombras se diluyen sin rostro, no clama al cielo ni se arrodilla a rezar, tampoco dialoga. Grita. Es entendible, entonces, que sólo el lenguaje sea el arma que lleva escondida en su mochila de caminante. Un arma que hay que mejorar para que sea eficaz. Hacia fines del XIX, una sombra, en este caso Mallarmé, le recitó a Manzanal un poema elegíaco dedicado a la tumba de Edgar Allan Poe, donde brilla un verso profético que dice que hay que dotar “de un sentido más puro a las palabras de la tribu”. Los H (héroes) de nuestro autor encarnan este nuevo ideal, ya sin el Dios de la liturgia. Gritan conceptos que quieren ser puros sin derivarlos de la matriz de la Verdad revelada. Son conceptos de agnóstico y de desesperado.
       Al leer las obras de Teatrofilia, se accede a un mapa de la mente del autor y este mapa es también una cartografía de recurrencias. Borges dijo que Alonso Quijano había sido un individuo que no consiguió escapar de su biblioteca. El caso es que el cartógrafo Manzanal casi no deja continente sin visitar, ni libro que revisar. Cuenta Thomas de Quincey que el joven Kant había realizado un mapa de Londres con puros datos enciclopédicos, sin haber visitado, nunca, dicha ciudad. Si lo pienso en virtud de las veinte obras de Teatrofilia, y pienso en las referencias librescas, las apoyaturas, las glosas, los diálogos imaginarios, Manzanal nos abisma en un recorrido fantasmal por los anaqueles como si se le hubiese encomendado un  planisferio de mundos perdidos. Creo que sólo restaría que ambiente una obra en Marte y tendríamos un mapa completo del cielo y de la tierra. Es probable que Manzanal, entonces, no haya podido escapar de su biblioteca pero consta que lo intentó con ahínco y, para tal fin, como Dante buscó la compañía de sombras señeras para recorrer sucesivos infiernos.
            Pero, volvamos al comienzo: un dispositivo fundado sobre la tensión entre un héroe ardido de Ideal (a definirse) y un medio (o sociedad) que pone los diques de contención y, colándose, intacta, la aspiración de libertad, la necesidad imperiosa de romper amarras. Porta un arma, hecha de metáforas, que hay que afilar con una piedra o templar con fuego: el lenguaje, y las heridas de corte: los conceptos, fragmentos lógicos que deben depurarse permanentemente, aporísticos, sobre los que campea la duda. Nada es definitivo, ni la acción, ni las palabras. Lo única certeza que tenemos es la malicia que el poder aplica al corromper los conceptos, al inundarlos de falsa moralidad, al darnos pistas falsas para que nos extraviemos. De manera que el autor de Teatrofilia, el cartógrafo en este caso, es guía virtuoso de turismo cultural, cicerone. El diálogo con los anaqueles de su biblioteca conducen a una sola puerta de salida: la perplejidad, la reverberación, el rumor de la conciencia.
        Pero, si volvemos al autor y dejamos al cartógrafo y al erudito, comprobaremos que es astuto, fogueado; los largos años de marcha a través de las épocas lo hicieron receloso y táctico. Al leer la obra de Zarathustra, vino a mi memoria una imagen, en este caso, musical. Servirá para comentar el tipo de escritura del griego perdido. Los jazzistas llaman estándar a ciertas melodías que fueron muy interpretadas por generaciones de músicos y que, dadas sus cualidades de perfección armónica, rítmica y contrapuntística, representan un desafío para la improvisación y, además, una garantía para el oyente, un reaseguro. Claro, un tipo de seguridad que hay que avalar con ingenio, ya que muchos talentosos han exprimido sus posibilidades y, parecería, resta poco espacio para la novedad. Estos estándares son extremadamente aptos para las jam sessions, los aquelarres de músicos en base a melodías tácitas. El paralelismo surgió cuando leí el Zarathustra. Era un estándar, ya que los acordes que debían progresar eran supuestos pero las voces oficiaban como los instrumentos de una jam, iban llevando sus conceptos a veces como el autor aludido (Nietzsche, claro) y a veces como cada una de las voces dantescas quisieran.
         Otra cuestión clave, creo, para presentar esta obra, es advertir a quien lo intente –como lector o como espectador- que deberá tener en cuenta que se trata de un recorrido copioso, de una suma, casi en el sentido medieval de la palabra, con doble “m”, lo cual haría pensar que estamos ante algo tan arcaico como los pedernales pulidos pero lo sorprendente de la operación estética es que nos encontramos con una hipermodernidad disfrazada de museo a criticar, bajo el antifaz de la reescritura y, por último, con una nueva versión de hechos y personajes míticos. Sería perfectamente arcaico el autor si sus obras aspirasen a la moralización y a la mímesis, mientras que la orfandad de búsqueda de la trascendencia, la duda como disolución de los dogmas, la ausencia de proporciones -podríamos llamarlas burguesas,  la falta de tregua en la argumentación y sus laberintos verbales, transforman lo arcaico, lo libresco y perimido, en una nueva mirada. Los objetos son enfocados desde ángulos insólitos, y los personajes, discurren perdidos en una selva de definiciones y de propósitos frustrados. Los H (Henry, Petrus, Durante, San Martín o Cyrano, para inventariar algunos de los héroes) padecen una sed insaciable de Absoluto, aunque este Absoluto vaya mutando de acuerdo a los mundos histórico-imaginarios de cada uno y, luego, todos estos Absolutos particulares al ser comparados, al ponerlos en correlación, parecen confluir en otro planeta inalcanzable: la utopía de la Justicia. Agregaría que, en términos semiológicos, Teatrofilia es un hipertexto, ya que como dispositivo de producción de sentido permite asociaciones entre los fragmentos discursivos que lo componen y, además, posibilita que se ingrese en su arquitectura por cualquier lado y presenciar un debate de ideas.
           Culminando la lectura de Curatela pensé, y lo anoté en una hoja, que un viejo soldado francés se hubiese sentido satisfecho al leerla. Apollinaire, amigo y promotor de los cubistas, esteta revolucionario, artillero en el bosque de Argonne, víctima de la Primera Guerra, escribió, en las trincheras, un libro llamado Caligramas. Allí, inaugura los poemas visuales: las palabras de desvinculan –en algunos casos- de su semántica y sirven como trazos de un pintor nervioso que hace figuras con ellas. En otros trabajos del mismo libro, convoca al amor desdichado, la crítica al mundo burgués y, en unos pocos poemas, postula el porvenir. En uno de esos poemas doctrinarios, entre comillas doctrinarios, luego de algunas imágenes de pozos de soldados, cajas de municiones y alambres de púas sobre los parapetos, escribe dos o tres conceptos acerca de la Belleza: una Belleza que, según él, deberá destruirse para alcanzar la belleza moderna, una belleza que, a pesar del talento del autor, no se atreve a postular. Una belleza que será “arcaica por lo moderna”. Por ende, Apollinaire, como vaticinador sólo puede expresar la silueta de una sombra; sabe que algo se aproxima, que no será tal como se la conoció durante siglos, sino que resultará imposible de definir, como un concepto que se irá haciendo sobre la marcha. El griego de Boedo hubiese hecho buenas migas con Apollinaire, y le habría dicho: “-Maestro, dispare usted su cañón, los alemanes van a atacar, mientras tanto sus hijos futuros estamos tratando con una sombra amenazante, nada armónica, disruptiva, que llamaremos ‘belleza’ sin saber qué rostro tiene, aunque lo cierto es que ya no tendrá la apariencia ni la operatividad que habíamos visto desde los tiempos de Aristóteles”.
       Regresa Apollinaire, con la cabeza vendada, luego de que una esquirla de obús lo derrumbara en la trinchera, a dialogar con Manzanal, que escucha azorado mientras anota en una libreta los dichos del poeta. Apollinaire dice: “ No se puede llevar consigo, a todas partes, el cadáver de nuestro padre”, hace un silencio. Luego, enciende un cigarrillo y concluye: “Hay que abandonar a nuestro padre en compañía de los muertos, se le llora, se habla de él con admiración”. Después, se desvanece en el humo azul que provocan los estallidos de las bombas. Manzanal alcanza a tomar nota y se pone a resguardo, tiene que continuar viaje, aún le falta mucho por andar pero lleva consigo un mandato y una autorización, algo que la preceptiva clásica no pudo otorgarle: la tradición está para que la enterremos luego de una autopsia, pero no desde los misales que nos hacen devotos de aquello que ha muerto, sino como oportunidad para debatir, inclusive con sombras o con espectros. El diálogo, entonces, en Teatraofilia, será con cada autor-discurso en particular (griego, medieval, renacentista, romántico, contemporáneo) pero desde la perspectiva del escéptico, así, el héroe dramático irá haciendo trizas su ideal contra las limitaciones de cada época. Una cita, de Petrus est lupus: “Están los triunfadores, los que anotan prolijamente las ventajas de la sociedad… ¿A costa de cuántos? Los artistas, por ejemplo, estamos entre la nada y el infierno. Los jóvenes desengañados escupen contra el nuevo orden porque él engendrará nueva miseria y nueva opresión. Sólo la burla pone al descubierto la desfachatez, la hipocresía. Pero ¡¿A quién le importa nuestra angustia?!Nuestra crisis de fe, nuestra crisis de autoridad! ¿A quién seguir? La virtud es lo primero que se muestra, mas luego, como su estela, como su verdadera sustancia desbordada, la insensatez riega el camino y nosotros chapaleamos allí. ¡Los librepensadores somos aplastados por lo mismo que defendemos! ¡Los poderes se nos vienen encima, por injustos o por xenófobos! Y sin embargo, siguen representando para todos el bien. Por lo tanto, los que defendemos lo fantástico, lo irreal, lo anormal, somos el mal. Es siempre penoso oficiar de “desengañadores”, sacar a la gente de sus errores dulces, revelándole mentiras a las que es fácil y cómodo adaptarse, porque ello producirá un vacío en sus corazones.”
          Esta oportunidad que me ofrece el autor es única: una revisión de algunos aspectos de su obra, teniéndolo a mi  lado. El camino podría haber sido el elogio, la congratulación y la zalamería… Pero, tenemos una larga relación sembrada de bromas y, en el fondo, de iconoclastia, un antídoto contra el veneno secular que nos permitió martillar las cabezas de ciertas estatuillas sin experimentar culpa. Algunas vez, con Manzanal hablamos de presentar un libro en forma negativa, es decir, que el presentador se constituya en enemigo del texto que debe presentar. Creo, hoy, que los sucesos actuales van tornando redundante esa iniciativa, ya que la mayoría de los textos a presentar están amenazados por el mercado, por la pobreza y por la desorientación, y por lo tanto sería ocioso hacer una presentación de aquel tipo. La realidad que nos toca vivir está plagada de destrucción de los conceptos, de inversión del sentido, de intimidación, de calumnia –dos formas de la mentira-, de violencia, y está anegada por la cháchara de marionetas aburridísimas que serían imposibles de emplear en un guignol. Asistimos a una depreciación de la palabra, a una adulteración aviesa del concepto, a una emboscada permanente de salteadores del sentido. Habrá quienes se consuelen pensando que lo mejor es un pensamiento delegado, un abalorio que puede ser deglutido como una golosina, habrá quienes prefieran sofistas de la felicidad antes que filósofos pesimistas y realistas, habrá quienes puedan desayunar con una dosis de veneno diaria suponiendo que la autopunición entraña una panacea o un placebo. Lo cierto es que la escritura dramática de Teatrofilia va en sentido opuesto. Su envión político, o estético-político, va a contracorriente de los discursos disolventes, aquellos que sobredeterminan conductas. El autor se propuso una peregrinación tan exhaustiva para romper los jarrones donde se escondían los infundios, los falsos ídolos, las pequeñas y rastreras “verdades” de la religión y la Academia, o los legisladores del gusto estético, que estableció un canon recusado, interrogado, una revisión de valores que estaban establecidos sobre arena o que fueron construidos con arena. Por ende, el autor puesto a cuestionador es un beneficio de libertad para el receptor, está en un plano de igualdad, a lo sumo se distinguirá del éste por su frenesí por el trabajo, pero no sudará por el Bien ni por la utilidad. No desea emocionar sino conmocionar, compartir emociones con palabras que no son leyes.
          Por último, Teatrofilia es un océano conceptual, es una biblioteca escrutada donde confluyen, para pelear: el cura , el barbero y Alonso Quijano, una obra que incuba más acertijos que soluciones, más preguntas que respuestas, más gritos de la razón que sutiles palabras de piedad engañosa; está para afrentar y quizás, allí, radique su extraña inmanencia. Se trata de una empresa ciclópea. De una escritura que se asume como indómita. El lector o el espectador deberá estar prevenido que habrá que deponer la inocencia y la conmiseración; asimismo, deberá saber que se espera mucho de él, que el igualitarismo del dramaturgo lo instituye como parte indispensable del diálogo, que uno de los mensajes del autor, entre muchos otros posibles, es que complete la obra, o las obras, que será convidado a un juego de lucidez y que, en cada secuencia dramática, participará de una escenificación de dudas compartidas.





Algo más para agregar, que no fue dicho en la presentación. El afán clasificatorio es una aspiración reduccionista, también, en pos de la serenidad, porque lo que resulte imposible de clasificar nos parecerá extraño, inapropiado o anómalo. En el caso de Manzanal, para adherirlo a un rótulo o para incluirlo en una escuela a la que no sabemos si querrá pertenecer, es posible entenderlo como una supervivencia airosa de dos movimientos cruciales: el Romanticismo (tal vez, del primer segmento, que va desde el neoclasicismo hasta Victor Hugo, el joven Hugo anterior a 1840) y, luego, de las Vanguardias enfervorizadas durante la Gran Guerra (1914-1918). Hugo, en 1827 (un año después del descubrimiento de la fotografía), escribe el Prefacio a Cronwell, llamado con posterioridad Manifiesto Romántico. Dos de sus ejes fundamentales para romper con la tradición platónico-aristotélica serán: la voluntad individual del creador como garantía de legitimidad de su acción artística y, segundo, la búsqueda de las “fuentes primitivas”, que no necesariamente deben hallarse en Grecia o en Roma, sino, también, pueden ser encontradas en las baladas populares o en los objetos rituales, para poner dos ejemplos. Serían impensables: Baudelaire, Rimbaud, Monet, Nadar, Saint-Saëns, Van Gogh, Gauguin, entre tantos otros, sin la clarividencia y la autorización de Hugo. El resto lo hizo la época de convulsiones que provocó la Revolución Industrial y los teóricos, como Marx, que radiografiaron la pesadilla. El segundo rótulo para la espalda de Manzanal, o el anverso del rótulo romántico, es la lección de las Vanguardias. Demasiados valores y tópicos terminaron desfigurados al final del siglo XIX, y, encima, arrastrados en el barro de las trincheras de la Gran Guerra, para que nada pudiese ser pensado como era pensado en términos estéticos. Dios agonizaba en épocas del joven Hugo, como agonizaba la monarquía y como agonizarían los imperios decadentes que asesinaron a 20 millones de jóvenes en la guerra, a comienzos del Siglo XX. Manzanal, y alcancé a señalarlo, está dominado por ideas egregias de libertad y justicia. Goethe, Schiller, Coleridge, y el mismo Hugo lo hubiesen bendecido. Keats, el genio autor de A una urna griega, lo hubiese amparado por su amor por el discurso platónico y por su veneración de la épica arcaica. Pero el ímpetu que lo conduce, desde aquel primer Romanticismo que progresará tozudamente en el Simbolismo y en el Impresionismo, se estrellará contra las bolsas de arena de las trincheras, arderá en los cráteres de los obuses, será amputado en una camilla húmeda mientras la tierra tiembla por las bombas. Entonces, ese arco de individualismo agnóstico que valoró el politeísmo creador de la Antigüedad decae y se refunda en los campos de batalla de la guerra moderna, batalla de gas venenoso y de “tormentas de acero”, como diría Jünger. Podría decir, entonces, que Manzanal es un posromántico vanguardista si esto no fuese más que un concepto amañado e injusto. La injusticia del término radica en que Manzanal es mucho más que esa reducción al concepto. Servirá, por tanto, para intentar meterlo en una caja, para invocar la serenidad.

Referencias al escrito leído:
. El arqueólogo mencionado al principio del escrito es el Dr. Carlos Aschero, un sabio amable, gloria de la arqueología argentina. Una suerte de Alfredo Fraschini pero extraviado en los Andes.
. Fedón y Crátilo, dos diálogos platónicos. El primero acerca del alma y el segundo acerca de la naturaleza de las palabras.
. El libro de Robert Louis Stevenson es, obviamente, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de 1886. Hyde posee homofonía con “hide” (oculto).
. El Cristo yacente de Andrea Mantegna (1457-1501) Una nueva mirada de las consecuencias de la Crucifixión, Cristo en perspectiva, como el Che en una de las fotografías  de Freddy Alborta en Bolivia, de octubre de 1968 (además, en otra fotografía del Che yacente, Alborta sigue la composición de La lección de anatomía del Prof. Tulp, de Rembrandt). Volviendo a Mantegna: ya no Cristo en la Cruz ni en las alturas, sino a la altura de nuestros ojos, como quien es visto mientras duerme. Comienza el Renacimiento.
. El Grito ( 1893) de Edvard Munch (1863-1944)
. El verso de S. Mallarmé mencionado (proviene del soneto: La tumba de Edgar Allan Poe)
                                           Donner un sens plus pur aux mots de la tribu

    Copio una traducción, demasiado libre y caprichosa, del poema:
La tumba de Edgar Poe
Tal como en sí mismo al fin la eternidad lo convierte,
el Poeta despierta con un estoque desvestido
a su siglo, espantado de no haber sabido
que en esa extraña voz triunfaba la Muerte.
Ellos, como un vil arrebato de hidra la serpiente
al oír otrora al ángel dar a la lengua un puro sentido,
anunciaron a los cielos el maleficio bebido
en las aguas sin honra de algún lúgubre confluente.
Si de las hostiles tierra y nube, ¡oh, queja!,
nuestra imaginación un bajorrelieve no cincela
del que la tumba de Poe se orne resplandeciente,
sereno bloque aquí caído de un cataclismo oscuro,
que al menos este granito muestre su límite siempre
a los negros vuelos del Blasfemo dispersos en el futuro.

. La alusión a Thomas de Quincey se debe a una lejana lectura de su libro de anéctodas y curiosidades referidas a Kant llamado Los últimos días de Kant.  Es recomentable, asimismo, el libro de de Quincey: Memorias de un opiómano inglés, que gozó de muchos lectores famosos: Baudelaire, Verlaine, Robert Graves, Borges y Jim Morrison.

. Quien desee presenciar como oyente una jam session célebre, nada mejor que la versión del tema Perdido, interpretado por Charles Mingus y su grupo de improvisadores arrebatados, de una toma en vivo de 1974:
                                      https://youtu.be/8V1V3fcweso

. Caligramas, libro de poesía de Guillaume Apollinaire (1880-1918) fue publicado en 1916, escrito y realizado gráficamente, de modo manual, en las trincheras de Argonne, en el frente francés, donde el poeta actuaba de oficial artillero con el grado de teniente y donde fue herido en la cabeza, luego trepanado quirúrgicamente –acción médica que le salvó la vida- y que murió a consecuencias de una epidemia de gripe que asoló al ejército francés durante la contienda. Se hace referencia en el escrito para Manzanal de un poema que no es posible hallar en Internet y que leí en una edición española completa del libro ya que, habitualmente, se lo edita de modo fragmentario.

. Las dos frases que Apollinaire le dice a Manzanal y que éste apunta en una libreta proviene del artículo en defensa de los pintores cubistas, llamado, por generaciones posteriores: Manifiesto cubista.  Quién desee interiorizarse de esta maravilla de estético-filosófica de 1912, y que sienta las bases a una nueva sensibilidad que va desde el cubismo hasta la abstracción extrema, puede ingresar al documento completo en:













No hay comentarios:

Publicar un comentario