Lectura de fgts. a cargo de integrantes de TeTeBA



A continuación se adjunta la ponencia del Lic. Daniel Ponce:

Algunas consideraciones sobre
Teatrofilia
Cierta vez, hace muchos años, un arqueólogo,
ante una pregunta que le formulé respecto de cómo clasificar una multitud de
objetos, huesos y piedras, me respondió que cabían dos alternativas: la
primera, hacer un inventario, un elenco de todos los objetos reunidos, y la
segunda: pensar que se está delante de un universo imposible de agotar y que,
por lo tanto, demanda proceder por “muestras”, tomando del conjunto aquellas
piezas significativas que había que elegir al azar. Ambas opciones me
parecieron insuficientes, y al requerir una solución a este problema
metodológico, el arqueólogo miró al cielo y me dijo: -“ Luego de las muestras
tomadas al azar –si es que tenemos un marco teórico, cosa esperable para una
tarea científica, claro- , habrá que encontrar, primero, el paralelismo, la
similitud entre las mismas y, luego, aquello que tengan de distintivo: lo
invariable, una forma, un material, o una función asignable al objeto, que se
vaya repitiendo y que configure una serie. Con el tiempo, supe que Levi-Strauss
había aplicado un método similar al comparar mitos y leyendas de diferentes
culturas primitivas (o salvajes) y había establecido que subyacía una
invariable, una estructura (o una invariancia, quizás este concepto de la
matemática sea el más adecuado). Frente a una obra multiforme como la de
Manzanal, habitada por una legión de voces, recordé, ante el compromiso de
tener que presentarla, aquellas palabras del arqueólogo.
Los esquemas y las síntesis son, en
general, una injusticia necesaria, una manera de resolver la pluralidad, lo
torrencial, bajo una idea sencilla y que permita ser comunicada con cierta
agilidad. De manera que conseguí, luego
de transcurrir una porción importante del libro, dibujar un dispositivo, digamos:
una perversión, dada la magnitud de
lo que resume, que reducirá, según creo, la idea rectora de muchas de las obras. Así,
en un papel, tracé un círculo que lo denominé con la letra “H”, donde se supone
que iba a ubicar a un héroe trastornado por el Ideal, atravesado por la pasión
de un Ideal pero que va a contramarcha del Ideal metafísico; alrededor, dibujé
otro círculo mayor, que bauticé con la letra “M”, con la que nominaba una serie
de tensiones que estaban en relación con “H” (el héroe) y que determinaban su
contrapasso. Puedo decir que, luego de realizar tan peregrino esquema, me sentí
reconfortado; era una manera de poner límite a lo ilimitado, una forma de acotar
lo que sólo es abarcable a través del trabajo de la lectura o que sólo puede presenciarse al
experimentar sensaciones en un espacio escénico. Por lo tanto, debo comunicar,
en pocos minutos, una carta de visita, o una misiva. Me siento como un
musicólogo amateur que debe transmitir interés por una sinfonía. Entonces,
volveré al esquema inicial y, finalmente, libre de toda artificialidad
explicativa y de todo reduccionismo, el libro quedará, intacto, como lo que es:
una máquina para soñar, de uso subjetivo.
“H” contra “M” parecía el denominador
común a una docena de obras que alcancé a leer, en momentos disímiles y, a
veces, en circunstancias adversas, tan adversas que atentaban contra la
comprensión cabal de lo que discursivamente se va jugando en cada página. Así,
en Durante la Comedia, el héroe va
contra todo, a pesar de todo, en Henry
returns trata de definirse definiendo, en el Libre Atanor intenta batallar contra un medio que lo comprime y lo
exilia, y en Petrus est lupus, el “H”
vive las contradicciones del medio y sólo tiene la palabra para identificarse y
atacar. Las obras restantes, en su mayoría, reivindican este dispositivo y expanden
un sinnúmero de significados. La palabra es lo que importa en ellas, la lucha
por el concepto.
Pensé en llamar a esta
presentación, luego de avanzar en la lectura, del modo siguiente: “Un griego
extraviado en Boedo”, pero el título que iba a anteceder mis palabras, supuse,
podía prestarse a la mofa. Ahora, hoy, creo que es muy adecuado. Mucho de lo
que puede leerse en la obra de Manzanal es tan arcaico como Occidente.
Intentaré probarlo, como también intentaré probar todo lo que en esta obra de
veinte obras, hay de revulsivo, de crítica a ese pasado, de revisión de lo
heredado.
De la escuela platónica (o,
quizás, de la pluma de Platón mismo) hemos heredado varias decenas de diálogos
que intentan lo imposible, bajo el sistema del idealismo, bajo los dictados de
la Idea, con mayúscula. Algunos de los diálogos son conclusivos, es decir,
permiten que el receptor alcance una conclusión inducida por la deriva de las
voces. El Fedón, sería un ejemplo.
Sin embargo, otro grupo de diálogos son aporísticos, denominación que advierte
que no concluyen en una definición del tema que motiva el debate. Por ejemplo,
el Crátilo, aquel diálogo magnánimo
acerca de la naturaleza de las palabras… (deberíamos agradecer a aquellos parlanchines
de la polis, entre otras cosas, que tengamos que presentar el libro de Manzanal).
Muchas de las obras de Teatrofilia
son aporísticas, ya que el receptor debe completar con su perplejidad lo que el
autor propone y, antes que el autor, aquello que los dicentes tiran al aire
para mejorar o esclarecer el concepto. El griego de Boedo, digamos también, ya
no es absolutamente griego; no podría serlo. Sería tan viejo como veinticuatro
siglos y, según podemos ver, es un tanto más joven. Lo cierto es que ese griego
Manzanal, que bien podría haber intervenido en la diatriba del Crátilo, ya que del lenguaje se trata,
es un griego que, además, pasó por el siglo XIX, sobre todo, transitó
arduamente por las últimas tres décadas de ese siglo y aceptó, por ejemplo, la
duplicidad del personalidad en la obra de Stevenson, presenció la muerte de
Dios en Nietzsche y quemó su Biblia en la hoguera de Bakunin. De modo que estamos ante un griego insólito,
extravagante, que viene caminando desde muy atrás y que rompe con los ideales
asignados, fundamentalmente, con los ideales de trascendencia, de los cuales
derivan las estéticas y, sobre todo, con el concepto de Belleza. Un griego que,
para arribar a Boedo, tuvo que desembarazarse de toda idea mística: la Belleza
platónica, por ejemplo, y que comprobó en base al estudio de las
contradicciones históricas y los trastornos sociales, que esa Belleza no estará,
ya, condicionada a lo sublime ni a la armonía ni al orden. Una Belleza que no
garantizará el bienestar, ni el bien pensar y que tampoco tiende al Bien como
fin último. La impronta del hacer filosófico griego quedó en el autor en lo
esencial del método: la dialéctica.
Finalmente, al arribar a las tres últimas décadas del siglo XIX, luego de una
verdadera Odisea, se anotició de que estaba delante de un estuario, donde los
ríos que confluyen, arrastrando el lodo de tantas generaciones, desembocan en
la Nada. El “H” (el héroe) de sus tribulaciones quedó huérfano de coordenadas, ya
no será la Idea quien lo ampare, ni Dios, ni el orden moral de la sociedad. El
reformismo progresivo de las costumbres no será su preocupación, ni habrá
garantías para que todo mejore sin convulsiones. Así, si el autor fuese curador
de un museo, reemplazaría El Cristo yacente
de Mantegna por El Grito de Munch. Al
sujeto le quedan el azoramiento, la desesperación, la negación del Mito. Es un
homúnculo macrocéfalo que grita en un puente que parece disolverse en la bruma.
Está en primer plano, escapado de la caverna platónica y nos grita en la cara;
detrás, algunas sombras se diluyen sin rostro, no clama al cielo ni se
arrodilla a rezar, tampoco dialoga. Grita. Es entendible, entonces, que sólo el
lenguaje sea el arma que lleva escondida en su mochila de caminante. Un arma
que hay que mejorar para que sea eficaz. Hacia fines del XIX, una sombra, en
este caso Mallarmé, le recitó a Manzanal un poema elegíaco dedicado a la tumba
de Edgar Allan Poe, donde brilla un verso profético que dice que hay que dotar “de un sentido más puro a las palabras de la
tribu”. Los H (héroes) de nuestro autor encarnan este nuevo ideal, ya sin
el Dios de la liturgia. Gritan conceptos que quieren ser puros sin derivarlos
de la matriz de la Verdad revelada. Son conceptos de agnóstico y de desesperado.
Al leer las obras de Teatrofilia, se accede a un mapa de la
mente del autor y este mapa es también una cartografía de recurrencias. Borges
dijo que Alonso Quijano había sido un individuo que no consiguió escapar de su
biblioteca. El caso es que el cartógrafo Manzanal casi no deja continente sin
visitar, ni libro que revisar. Cuenta Thomas de Quincey que el joven Kant había
realizado un mapa de Londres con puros datos enciclopédicos, sin haber visitado,
nunca, dicha ciudad. Si lo pienso en virtud de las veinte obras de Teatrofilia, y pienso en las referencias
librescas, las apoyaturas, las glosas, los diálogos imaginarios, Manzanal nos
abisma en un recorrido fantasmal por los anaqueles como si se le hubiese
encomendado un planisferio de mundos
perdidos. Creo que sólo restaría que ambiente una obra en Marte y tendríamos un
mapa completo del cielo y de la tierra. Es probable que Manzanal, entonces, no
haya podido escapar de su biblioteca pero consta que lo intentó con ahínco y,
para tal fin, como Dante buscó la compañía de sombras señeras para recorrer
sucesivos infiernos.
Pero, volvamos al comienzo: un dispositivo
fundado sobre la tensión entre un héroe ardido de Ideal (a definirse) y un
medio (o sociedad) que pone los diques de contención y, colándose, intacta, la
aspiración de libertad, la necesidad imperiosa de romper amarras. Porta un
arma, hecha de metáforas, que hay que afilar con una piedra o templar con
fuego: el lenguaje, y las heridas de corte: los conceptos, fragmentos lógicos
que deben depurarse permanentemente, aporísticos, sobre los que campea la duda.
Nada es definitivo, ni la acción, ni las palabras. Lo única certeza que tenemos
es la malicia que el poder aplica al corromper los conceptos, al inundarlos de
falsa moralidad, al darnos pistas falsas para que nos extraviemos. De manera
que el autor de Teatrofilia, el
cartógrafo en este caso, es guía virtuoso de turismo cultural, cicerone. El
diálogo con los anaqueles de su biblioteca conducen a una sola puerta de
salida: la perplejidad, la reverberación, el rumor de la conciencia.
Pero, si volvemos al autor y dejamos al
cartógrafo y al erudito, comprobaremos que es astuto, fogueado; los largos años
de marcha a través de las épocas lo hicieron receloso y táctico. Al leer la
obra de Zarathustra, vino a mi memoria una imagen, en este caso, musical.
Servirá para comentar el tipo de escritura del griego perdido. Los jazzistas
llaman estándar a ciertas melodías que fueron muy interpretadas por
generaciones de músicos y que, dadas sus cualidades de perfección armónica,
rítmica y contrapuntística, representan un desafío para la improvisación y,
además, una garantía para el oyente, un reaseguro. Claro, un tipo de seguridad
que hay que avalar con ingenio, ya que muchos talentosos han exprimido sus posibilidades
y, parecería, resta poco espacio para la novedad. Estos estándares son
extremadamente aptos para las jam sessions, los aquelarres de músicos en base a
melodías tácitas. El paralelismo surgió cuando leí el Zarathustra. Era un
estándar, ya que los acordes que debían progresar eran supuestos pero las voces
oficiaban como los instrumentos de una jam, iban llevando sus conceptos a veces
como el autor aludido (Nietzsche, claro) y a veces como cada una de las voces
dantescas quisieran.
Otra cuestión clave, creo, para presentar
esta obra, es advertir a quien lo intente –como lector o como espectador- que
deberá tener en cuenta que se trata de un recorrido copioso, de una suma, casi
en el sentido medieval de la palabra, con doble “m”, lo cual haría pensar que
estamos ante algo tan arcaico como los pedernales pulidos pero lo sorprendente
de la operación estética es que nos encontramos con una hipermodernidad
disfrazada de museo a criticar, bajo el antifaz de la reescritura y, por
último, con una nueva versión de hechos y personajes míticos. Sería
perfectamente arcaico el autor si sus obras aspirasen a la moralización y a la
mímesis, mientras que la orfandad de búsqueda de la trascendencia, la duda como
disolución de los dogmas, la ausencia de proporciones -podríamos llamarlas
burguesas, la falta de tregua en la
argumentación y sus laberintos verbales, transforman lo arcaico, lo libresco y
perimido, en una nueva mirada. Los objetos son enfocados desde ángulos
insólitos, y los personajes, discurren perdidos en una selva de definiciones y
de propósitos frustrados. Los H (Henry, Petrus, Durante, San Martín o Cyrano,
para inventariar algunos de los héroes) padecen una sed insaciable de Absoluto,
aunque este Absoluto vaya mutando de acuerdo a los mundos histórico-imaginarios
de cada uno y, luego, todos estos Absolutos particulares al ser comparados, al
ponerlos en correlación, parecen confluir en otro planeta inalcanzable: la
utopía de la Justicia. Agregaría que, en términos semiológicos, Teatrofilia es un hipertexto, ya que
como dispositivo de producción de sentido permite asociaciones entre los
fragmentos discursivos que lo componen y, además, posibilita que se ingrese en
su arquitectura por cualquier lado y presenciar un debate de ideas.
Culminando la lectura de Curatela pensé, y lo anoté en una hoja,
que un viejo soldado francés se hubiese sentido satisfecho al leerla.
Apollinaire, amigo y promotor de los cubistas, esteta revolucionario, artillero
en el bosque de Argonne, víctima de la Primera Guerra, escribió, en las
trincheras, un libro llamado Caligramas.
Allí, inaugura los poemas visuales: las palabras de desvinculan –en algunos
casos- de su semántica y sirven como trazos de un pintor nervioso que hace
figuras con ellas. En otros trabajos del mismo libro, convoca al amor
desdichado, la crítica al mundo burgués y, en unos pocos poemas, postula el
porvenir. En uno de esos poemas doctrinarios, entre comillas doctrinarios, luego de algunas imágenes
de pozos de soldados, cajas de municiones y alambres de púas sobre los
parapetos, escribe dos o tres conceptos acerca de la Belleza: una Belleza que,
según él, deberá destruirse para alcanzar la belleza moderna, una belleza que,
a pesar del talento del autor, no se atreve a postular. Una belleza que será
“arcaica por lo moderna”. Por ende, Apollinaire, como vaticinador sólo puede
expresar la silueta de una sombra; sabe que algo se aproxima, que no será tal
como se la conoció durante siglos, sino que resultará imposible de definir,
como un concepto que se irá haciendo sobre la marcha. El griego de Boedo
hubiese hecho buenas migas con Apollinaire, y le habría dicho: “-Maestro,
dispare usted su cañón, los alemanes van a atacar, mientras tanto sus hijos
futuros estamos tratando con una sombra amenazante, nada armónica, disruptiva,
que llamaremos ‘belleza’ sin saber qué rostro tiene, aunque lo cierto es que ya
no tendrá la apariencia ni la operatividad que habíamos visto desde los tiempos
de Aristóteles”.
Regresa Apollinaire, con la cabeza
vendada, luego de que una esquirla de obús lo derrumbara en la trinchera, a
dialogar con Manzanal, que escucha azorado mientras anota en una libreta los
dichos del poeta. Apollinaire dice: “ No se puede llevar consigo, a todas
partes, el cadáver de nuestro padre”, hace un silencio. Luego, enciende un
cigarrillo y concluye: “Hay que abandonar a nuestro padre en compañía de los
muertos, se le llora, se habla de él con admiración”. Después, se desvanece en
el humo azul que provocan los estallidos de las bombas. Manzanal alcanza a
tomar nota y se pone a resguardo, tiene que continuar viaje, aún le falta mucho
por andar pero lleva consigo un mandato y una autorización, algo que la
preceptiva clásica no pudo otorgarle: la tradición está para que la enterremos
luego de una autopsia, pero no desde los misales que nos hacen devotos de
aquello que ha muerto, sino como oportunidad para debatir, inclusive con
sombras o con espectros. El diálogo, entonces, en Teatraofilia, será con cada autor-discurso en particular (griego, medieval,
renacentista, romántico, contemporáneo) pero desde la perspectiva del
escéptico, así, el héroe dramático irá haciendo trizas su ideal contra las
limitaciones de cada época. Una cita, de Petrus
est lupus: “Están los triunfadores, los que anotan prolijamente las
ventajas de la sociedad… ¿A costa de cuántos? Los artistas, por ejemplo,
estamos entre la nada y el infierno. Los jóvenes desengañados escupen contra el
nuevo orden porque él engendrará nueva miseria y nueva opresión. Sólo la burla
pone al descubierto la desfachatez, la hipocresía. Pero ¡¿A quién le importa
nuestra angustia?!Nuestra crisis de fe, nuestra crisis de autoridad! ¿A quién
seguir? La virtud es lo primero que se muestra, mas luego, como su estela, como
su verdadera sustancia desbordada, la insensatez riega el camino y nosotros
chapaleamos allí. ¡Los librepensadores somos aplastados por lo mismo que defendemos!
¡Los poderes se nos vienen encima, por injustos o por xenófobos! Y sin embargo,
siguen representando para todos el bien. Por lo tanto, los que defendemos lo
fantástico, lo irreal, lo anormal, somos el mal. Es siempre penoso oficiar de
“desengañadores”, sacar a la gente de sus errores dulces, revelándole mentiras
a las que es fácil y cómodo adaptarse, porque ello producirá un vacío en sus
corazones.”
Esta oportunidad que me ofrece el
autor es única: una revisión de algunos aspectos de su obra, teniéndolo a mi lado. El camino podría haber sido el elogio,
la congratulación y la zalamería… Pero, tenemos una larga relación sembrada de
bromas y, en el fondo, de iconoclastia, un antídoto contra el veneno secular que
nos permitió martillar las cabezas de ciertas estatuillas sin experimentar
culpa. Algunas vez, con Manzanal hablamos de presentar un libro en forma
negativa, es decir, que el presentador se constituya en enemigo del texto que
debe presentar. Creo, hoy, que los sucesos actuales van tornando redundante esa
iniciativa, ya que la mayoría de los textos a presentar están amenazados por el
mercado, por la pobreza y por la desorientación, y por lo tanto sería ocioso
hacer una presentación de aquel tipo. La realidad que nos toca vivir está
plagada de destrucción de los conceptos, de inversión del sentido, de
intimidación, de calumnia –dos formas de la mentira-, de violencia, y está
anegada por la cháchara de marionetas aburridísimas que serían imposibles de
emplear en un guignol. Asistimos a una depreciación de la palabra, a una
adulteración aviesa del concepto, a una emboscada permanente de salteadores del
sentido. Habrá quienes se consuelen pensando que lo mejor es un pensamiento
delegado, un abalorio que puede ser deglutido como una golosina, habrá quienes
prefieran sofistas de la felicidad antes que filósofos pesimistas y realistas,
habrá quienes puedan desayunar con una dosis de veneno diaria suponiendo que la
autopunición entraña una panacea o un placebo. Lo cierto es que la escritura
dramática de Teatrofilia va en
sentido opuesto. Su envión político, o estético-político, va a contracorriente
de los discursos disolventes, aquellos que sobredeterminan conductas. El autor
se propuso una peregrinación tan exhaustiva para romper los jarrones donde se
escondían los infundios, los falsos ídolos, las pequeñas y rastreras “verdades”
de la religión y la Academia, o los legisladores del gusto estético, que
estableció un canon recusado, interrogado, una revisión de valores que estaban
establecidos sobre arena o que fueron construidos con arena. Por ende, el autor
puesto a cuestionador es un beneficio de libertad para el receptor, está en un
plano de igualdad, a lo sumo se distinguirá del éste por su frenesí por el
trabajo, pero no sudará por el Bien ni por la utilidad. No desea emocionar sino
conmocionar, compartir emociones con palabras que no son leyes.
Por último, Teatrofilia es un océano
conceptual, es una biblioteca escrutada donde confluyen, para pelear: el cura ,
el barbero y Alonso Quijano, una obra que incuba más acertijos que soluciones,
más preguntas que respuestas, más gritos de la razón que sutiles palabras de
piedad engañosa; está para afrentar y quizás, allí, radique su extraña inmanencia.
Se trata de una empresa ciclópea. De una escritura que se asume como indómita. El
lector o el espectador deberá estar prevenido que habrá que deponer la
inocencia y la conmiseración; asimismo, deberá saber que se espera mucho de él,
que el igualitarismo del dramaturgo lo instituye como parte indispensable del
diálogo, que uno de los mensajes del autor, entre muchos otros posibles, es que
complete la obra, o las obras, que será convidado a un juego de lucidez y que,
en cada secuencia dramática, participará de una escenificación de dudas
compartidas.
Algo más para agregar, que no fue dicho en la presentación.
El afán clasificatorio es una aspiración reduccionista, también, en pos de la
serenidad, porque lo que resulte imposible de clasificar nos parecerá extraño,
inapropiado o anómalo. En el caso de Manzanal, para adherirlo a un rótulo o
para incluirlo en una escuela a la que no sabemos si querrá pertenecer, es
posible entenderlo como una supervivencia airosa de dos movimientos cruciales:
el Romanticismo (tal vez, del primer segmento, que va desde el neoclasicismo hasta
Victor Hugo, el joven Hugo anterior a 1840) y, luego, de las Vanguardias
enfervorizadas durante la Gran Guerra (1914-1918). Hugo, en 1827 (un año
después del descubrimiento de la fotografía), escribe el Prefacio a Cronwell,
llamado con posterioridad Manifiesto Romántico. Dos de sus ejes fundamentales
para romper con la tradición platónico-aristotélica serán: la voluntad
individual del creador como garantía de legitimidad de su acción artística y,
segundo, la búsqueda de las “fuentes primitivas”, que no necesariamente deben
hallarse en Grecia o en Roma, sino, también, pueden ser encontradas en las
baladas populares o en los objetos rituales, para poner dos ejemplos. Serían
impensables: Baudelaire, Rimbaud, Monet, Nadar, Saint-Saëns, Van Gogh, Gauguin,
entre tantos otros, sin la clarividencia y la autorización de Hugo. El resto lo
hizo la época de convulsiones que provocó la Revolución Industrial y los
teóricos, como Marx, que radiografiaron la pesadilla. El segundo rótulo para la
espalda de Manzanal, o el anverso del rótulo romántico, es la lección de las
Vanguardias. Demasiados valores y tópicos terminaron desfigurados al final del
siglo XIX, y, encima, arrastrados en el barro de las trincheras de la Gran
Guerra, para que nada pudiese ser pensado como era pensado en términos
estéticos. Dios agonizaba en épocas del joven Hugo, como agonizaba la monarquía
y como agonizarían los imperios decadentes que asesinaron a 20 millones de
jóvenes en la guerra, a comienzos del Siglo XX. Manzanal, y alcancé a
señalarlo, está dominado por ideas egregias de libertad y justicia. Goethe,
Schiller, Coleridge, y el mismo Hugo lo hubiesen bendecido. Keats, el genio
autor de A una urna griega, lo hubiese amparado por su amor
por el discurso platónico y por su veneración de la épica arcaica. Pero el
ímpetu que lo conduce, desde aquel primer Romanticismo que progresará tozudamente
en el Simbolismo y en el Impresionismo, se estrellará contra las bolsas de
arena de las trincheras, arderá en los cráteres de los obuses, será amputado en
una camilla húmeda mientras la tierra tiembla por las bombas. Entonces, ese
arco de individualismo agnóstico que valoró el politeísmo creador de la
Antigüedad decae y se refunda en los campos de batalla de la guerra moderna,
batalla de gas venenoso y de “tormentas de acero”, como diría Jünger. Podría decir,
entonces, que Manzanal es un posromántico vanguardista si esto no fuese más que
un concepto amañado e injusto. La injusticia del término radica en que Manzanal
es mucho más que esa reducción al concepto. Servirá, por tanto, para intentar
meterlo en una caja, para invocar la serenidad.
Referencias
al escrito leído:
. El
arqueólogo mencionado al principio del escrito es el Dr. Carlos Aschero, un
sabio amable, gloria de la arqueología argentina. Una suerte de Alfredo
Fraschini pero extraviado en los Andes.
. Fedón y
Crátilo, dos diálogos platónicos. El primero acerca del alma y el segundo
acerca de la naturaleza de las palabras.
. El libro
de Robert Louis Stevenson es, obviamente, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr.
Hyde, de 1886. Hyde posee homofonía con “hide” (oculto).
. El Cristo
yacente de Andrea Mantegna (1457-1501) Una nueva mirada de las consecuencias de
la Crucifixión, Cristo en perspectiva, como el Che en una de las
fotografías de Freddy Alborta en Bolivia,
de octubre de 1968 (además, en otra fotografía del Che yacente, Alborta sigue
la composición de La lección de anatomía del Prof. Tulp, de Rembrandt).
Volviendo a Mantegna: ya no Cristo en la Cruz ni en las alturas, sino a la
altura de nuestros ojos, como quien es visto mientras duerme. Comienza el
Renacimiento.
. El Grito (
1893) de Edvard Munch (1863-1944)
. El verso
de S. Mallarmé mencionado (proviene del soneto: La tumba de Edgar Allan Poe)
Donner
un sens plus pur aux mots de la tribu
Copio una traducción, demasiado libre y
caprichosa, del poema:
La tumba de Edgar PoeTal como en sí mismo al fin la eternidad lo convierte,
el Poeta despierta con un estoque desvestido
a su siglo, espantado de no haber sabido
que en esa extraña voz triunfaba la Muerte.
Ellos, como un vil arrebato de hidra la serpiente
al oír otrora al ángel dar a la lengua un puro sentido,
anunciaron a los cielos el maleficio bebido
en las aguas sin honra de algún lúgubre confluente.
Si de las hostiles tierra y nube, ¡oh, queja!,
nuestra imaginación un bajorrelieve no cincela
del que la tumba de Poe se orne resplandeciente,
sereno bloque aquí caído de un cataclismo oscuro,
que al menos este granito muestre su límite siempre
a los negros vuelos del Blasfemo dispersos en el futuro.
. La alusión
a Thomas de Quincey se debe a una lejana lectura de su libro de anéctodas y
curiosidades referidas a Kant llamado Los
últimos días de Kant. Es recomentable,
asimismo, el libro de de Quincey: Memorias
de un opiómano inglés, que gozó
de muchos lectores famosos: Baudelaire, Verlaine, Robert Graves, Borges y Jim
Morrison.
. Quien
desee presenciar como oyente una jam session célebre, nada mejor que la versión
del tema Perdido, interpretado por
Charles Mingus y su grupo de improvisadores arrebatados, de una toma en vivo de
1974:
.
Caligramas, libro de poesía de Guillaume Apollinaire (1880-1918) fue publicado
en 1916, escrito y realizado gráficamente, de modo manual, en las trincheras de
Argonne, en el frente francés, donde el poeta actuaba de oficial artillero con
el grado de teniente y donde fue herido en la cabeza, luego trepanado
quirúrgicamente –acción médica que le salvó la vida- y que murió a
consecuencias de una epidemia de gripe que asoló al ejército francés durante la
contienda. Se hace referencia en el escrito para Manzanal de un poema que no es
posible hallar en Internet y que leí en una edición española completa del libro
ya que, habitualmente, se lo edita de modo fragmentario.
. Las dos
frases que Apollinaire le dice a Manzanal y que éste apunta en una libreta
proviene del artículo en defensa de los pintores cubistas, llamado, por
generaciones posteriores: Manifiesto cubista.
Quién desee interiorizarse de esta maravilla de estético-filosófica de 1912, y que sienta las bases a una nueva
sensibilidad que va desde el cubismo hasta la abstracción extrema, puede
ingresar al documento completo en:
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